A veces la ciencia avanza más lenta de lo que debiera. Es el caso de la Tectónica de Placas. Había tantas pruebas…
Esta es la historia, o parte de la historia, de por qué no se aceptó hasta 50 años después de lo que debiera haberse aceptado. Y es que la ciencia tiene mucho de relaciones sociales y de jerarquía entre científicos. La ciencia, a veces, es algo extraña. En este caso, es el ego de alguien muy grande: Lord Kelvin.
Estamos a mediados del siglo XIX (entre 1845 y 1860). A Lord Kelvin le preocupaba el tema del calor. Qué es, cómo circula, cómo afecta a los cuerpos. No podía dejar de estudiar la temperatura del planeta. Porque el planeta es… como un pavo. Me explico (¡más me vale!). Si metes un pavo en el horno y lo sacas, se va enfriando poco a poco, de fuera a dentro. Y si sabes a qué velocidad se enfría, y conoces también a qué temperatura lo has cocinado, puedes averiguar cuánto tiempo lleva fuera del horno. Eso pensó Kelvin. Si podía calcular a qué velocidad se había enfriado la Tierra y llegaba a averiguar cuál fue su temperatura inicial, podría conocer su edad.
Y era un tema que le preocupaba por un pique. Con un geólogo. Con Andrew Ramsay. El geólogo alardeaba de que la edad de la Tierra era virtualmente infinita. Así había tiempo para todos los procesos geológicos imaginables (una postura un tanto cómoda, puesto que elimina de la geología restricciones y la abre a la imaginación y a la especulación sin fundamento, pensaba Kelvin; y yo también).
No creáis que en aquella época los debates científicos se diferenciaban mucho de la telebasura de hoy. Grandes genios salían de los terrenos en los que habían hecho sus magníficas aportaciones al conocimiento. Y cuando hablaban de lo que no conocían bien, (ahora viene una frasecita…) envanecidos muchos de ellos por sus éxitos, y aclamados por el público, solían decir tonterías muy gordas. Je! Como «el tomate».
Bueno, pues Kelvin puso un empeño personal en cargarse la idea de una Tierra antiquísima. Eso le parecía contradictorio con sus trabajos sobre el calor, con las leyes de la Termodinámica, que el había ayudado a parir. Le parecía trampa. Era algo personal.
Supuso que la Tierra era un sólido rígido, que sus propiedades eran homogéneas y que no existía una fuente de calor desconocida. Calculó cuánto calor desprende la Tierra (lo que se llama gradiente geotérmico). Y estimó a qué temperatura funden las rocas más antiguas (para definir cuál era la temperatura de la Tierra al inicio de su vida). Y aportó un dato. Una horquilla, más bien. Entre 24 y 400 millones de años. Luego, aplicando el mismo razonamiento al Sol, le supuso unos 100 millones de años. Y como quedaba claro que la Tierra no podía ser más antigua que el Sol, rebajó la primera estimación a entre 24 y 100 millones de años. Muchos años, sí. Pero demasiado pocos para muchas teorías sobre el relieve. Eso puso en apuros a la Geología, que tuvo que esforzarse y avanzar.
Pero durante un tiempo muy corto. Porque se descubrió una nueva fuente de energía: la radiactividad. En 1903. Kelvin no terminó de aceptarla hasta que le hicieron una lisonja. Y ya, muy mayor, aceptó una parte de gloria, aunque eso supusiese perder su cifra de edad de la Tierra. Lo logró, en una conferencia, uno de los padres de la radiactividad: Rutherford.
“Entré en la sala y entre los asistentes descubrí enseguida a Lord Kelvin, y me di cuenta de que me esperaban problemas al final de la conferencia, en la que debía hablar de la edad de la Tierra, tema en el que mis puntos de vista diferían profundamente de los suyos. Me quedé tranquilo porque Kelvin dormía profundamente, pero cuando llegué al punto clave se enderezó, abrió un ojo y me lanzó una mirada siniestra. Por fortuna sentí una repentina inspiración y dije que Lord Kelvin había puesto un límite a la edad de la Tierra ¡siempre que no se descubriera otra fuente de calor!, por lo que sus planteamientos habían sido verdaderamente proféticos. El anciano me miró radiante. Supe que había ganado.”
Apenas 30 años de debate, con pocos datos. Para entonces, los geólogos ya había aceptado que la edad de la Tierra era finita y esta ciencia había depurado mucho de lo que afirmaba. Pero no todo.
Para explicar las montañas se había recurrido a la idea de que la Tierra estaba contrayéndose y que las cordilleras eran las arrugas de esa contracción. Eso concordaba con las teorías de Kelvin (un sólido, al enfriarse, se contrae). Pero la radiactividad se cargaba esa explicación. Había que dar con otra. Y empezaron a competir dos ideas: una vieja y una nueva. Gano, claro está, la vieja. La que tenía más apoyo de los viejos geólogos.
La vieja es compleja y ni siquiera yo la entiendo muy bien. Muy artificiosa, habla de cómo una zonas de la Tierra hacen palanca sobre otras por el peso de los sedimentos acumulados en ellas. Se llamaba Teoría del Geosinclinal (a no confundir con el rasgo geológico «geosinclinal»). Recuerdo que me la explicaron en la escuela. Me pareció aburrida y rara. No presté atención. Tuve que aprobar de memoría (me-moría de aburrimiento).
La nueva era la Tectónica de Placas, que plantea una Tierra con su capa superficial fragmentada, y esas placas moviéndose y chocando. Recuerdo que me la explicaron en el Instituto, a finales de los años 70. Me encantó. Pero si volvemos a 1913 vemos que no triunfó. Y no era de extrañar. Lo tenía casi todo, sí. Muchas pruebas (las siluetas de los continentes encajan; hay floras y faunas fósiles iguales en lugares muy alejados hoy entre sí, pero que encajan al mover los continentes; igual pasa con rasgos geológicos, como antiguas cordilleras que parecen cortadas para reaparecer más allá de un océano, en otro continente). Y era una teoría atractiva. Pero carecía de un buen mecanismo. No quedaba claro cómo las placas podía moverse. Y si se daba por cierta, el trabajo de muchos años de muchos geólogos se iba al traste. Y, para colmo, Wegener, el que la propuso, no era geólogo, era meteorólogo. Y se le había ocurrido navegando por el Ártico, asomado a la borda del barco, mirando cómo los trozos de hielo se rompían y se separaban y, ¡qué casualidad!, dos de ellos tenían formas parecidas a Sudamérica y África (eso dice la leyenda, que parece que es mentira, pero que es bonita).
Los geólogos pusieron el grito en el cielo.
¡Ay si hubiera tenido un buen mecanismo!
¿Lo tenía? ¿Lo podía haber tenido?
Sí.
Porque Kelvin se equivocó. Y nadie lo dijo. Bueno, uno sí. Un discípulo suyo.
John Perry. Buen científico. Un poco pasota.
Perry comprendió que las premisas de Kelvin estaban mal. Que era posible que la Tierra fuera mucho más vieja si, en vez de ser una bola homogénea y rígida, estuviese formada por capas. Hizo sus cálculos. Y comprobó que si suponía que alguna de las capas del interior fuera pastosa (parcialmente fluida) podría experimentar convección, una manera mucho más eficaz de transmitir calor que con la conducción del sólido rígido que proponía Kelvin. Para entendernos, Kelvin veía a la Tierra como un pavo y Perry como una botella de vídrio (la capa rígida) llena de líquido caliente. La botella de Perry tardaría más enfriarse que el pavo de Kelvin. O sea, que la Tierra sería mucho más vieja (2.000 a 3.000 millones de años, calculó). O sea que Kelvin estaba equivocado. O sea, que los geólogos llevaban razón.
¡Uf! ¿Y ahora quién se lo dice? ¿Quién le dice que tiene que dar la razón a unos científicos a los que siempre despreció? Perry lo intentó. Le escribió. Terminó por publicar sus resultados en 1895. Pero no insistió en ellos. Y pasaron desapercibidos. No hubo más trabajo al respecto.
Así que las ideas de Kelvin siguieron aceptadas. Y, sin querer, siguieron aceptadas también después de la radiactividad. Sin querer, todos habían aceptado que la Tierra era un sólido rígido y homogéneo. Y que una capa no podía moverse sobre otra por la fricción tan enorme que supondría. Sin querer se habían cargado el mecanismo de la Tectónica de Placas. Porque la Tectónica de Placas, en el planeta imaginado por Perry, hubiera funcionado. Como hoy la entendemos.
Si Perry hubiera insistido…
Se habría visto a la Tierra de otra manera. Y esa otra visión habría facilitado que la Tectónica de Placas se aceptase 50 años antes. Hubo que esperar a Wilson, en 1967.
55 años.
¡Qué desperdicio!
Bueno.