Hace unos días me llegaba un mail de primera mano. Con una narración perfectamente esperable: la de una alumna que ha sido desahuciada de su casa. Toda su familia. Son cosas que te impactan cuando las lees en la prensa. No me imagino lo que debe ser vivirlas en segunda persona, como docente que ve que le ocurre a alguien de su alumnado, pero tiene que ser durísimo. Ni de lejos me imagino lo que tiene que sentirse cuando te pasa a ti.
Y, desde luego, no me imagino lo que tiene supone haber legislado una educación para un mundo que ya no existe. Una educación ideal, en la que se habla de ética, educación en valores, coeducación, resolución pacífica de conflictos… Y luego llega el dinero y lo barre todo.
No queda nada…
Podemos seguir dando clase. Pero si no lo hacemos con un pellizco en el corazón, no valemos nada.
Yo, por mi parte, me comprometo a que lo que haga, durante esta mierda de crisis, no perjudicará a mi alumnado en sus perspectivas de futuro. Y menos ante una época en la que las ideas que inspiran la educación son actuar como filtro, como herramienta de darwinismo social, como un «sálvese quien pueda», educación como un «si no te va bien algo malo habrás hecho».
Prometo que seré socialmente responsable tanto con mi actividad en el aula, procurando dar todo lo que pueda a mi alumnado. Y relacionando lo que explique con las causas de la crisis y con que el crecimiento económico no significa su finalización. Pero también quiero ser socialmente responsable con las notas que les ponga. Esas que otros quieren usar para filtrar, para seleccionar, para segregar. Acogiéndome al margen que me permite la ley, exprimiéndolo hasta que me digan que he llegado al límite.
Ojalá mi Consejería me diera un sitio para hablar de estas (y de muchas otras cosas) con el profesorado. Porque tenemos información que aportar a nuestro alumnado. Y sería todo más eficiente si pudiéramos colaborar, si tuviéramos una red profesional para compartir, coordinar, colaborar.
Te dejo el texto del mail que recibí, con permiso de su autor.
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Por Elías Hacha, Director del IES Rodrigo Caro.
Lo supe esta mañana. Alumna nuestra. Me informó el Vicedirector, un hombre con aguda conciencia social. Echaba humo. Yo, muy en mi lugar, sin dejar de entender su indignación, lo llamé a la prudencia. Me escuchó, pero me dio fuerte. No niego que mi obligada y profesional moderación me tiene todavía con un sabor amargo en la garganta.
Educación para la ciudadanía. Ética. Religión católica y otras. Educación permanente en valores desde la transversalidad. La palabra al servicio de la democracia, una formación más allá de la mera adquisición de conocimientos. La insistencia, el ejemplo, la laboriosa tarea de corregirlos sin descanso en la esperanza de que nuestra adolescencia desemboque en una juventud de mujeres y hombres hechos y derechos. Y de repente, como una puñalada a traición, como un tornado que tambalea todo lo construido día a día y año tras año a base de rigor y de mimo, un hecho de legal brutalidad que extiende su evidencia por aulas y pasillos en unas pocas horas y amenaza la consistencia de todo cuanto había sido laboriosamente plantado, regado, cultivado: desahucian a la familia de una alumna de 2º de ESO. Miembros de la comunidad escolar. Compañeros.
¿Desahucian, maestro? ¿Qué es eso? Los echan de su casa. ¿Y puede seguir ocurriendo? Puede que sí. Pero, ¿por qué? Por dinero. Por dinero… entiendo… pero, ¿y la policía? Tiene que asegurar que se haga el desahucio. Por dinero… entiendo… ¿y el alcalde? No puede hacer nada. Por dinero… entiendo…, ¿y los jueces? Han tenido que ordenarlo. Por dinero… entiendo…, ¿y nuestros representantes, los diputados, el gobierno, los que hacen las leyes? Recomiendan que no se desahucie a la gente humilde. Lo recomiendan. Eso es todo. Pero, ¿y los profesores? ¿Los profesores? ¿Qué podemos hacer los profesores…? No, perdón, maestro, quería decir… ¿qué pasa con lo que nos han enseñado los profesores? Nos han mentido ustedes. Deberían habernos enseñado que el principal valor no es el amor, ni la honradez, ni la libertad, ni el saber escuchar, ni la solidaridad, ni ninguna de esos rollos que nos vienen contando… Deberían habernos dicho desde el principio que el más importante de los valores es el dinero. Si esa era la respuesta, la clave por la que se mueve toda esta sociedad de la que ustedes son funcionarios, ¿por qué nos han mentido desde el principio? ¿Por qué nos lo han ocultado? ¿No será que en realidad pretenden convertirnos en personas equivocadas y débiles, en presas fáciles? ¿Por qué nos han engañado, señores maestros? No entiendo…
Llevo un cuarto de siglo enseñando en Institutos, inculcando la democracia, creyendo en la función pública como herramienta seria al servicio de la prosperidad y de la igualdad social. La mitad de ese tiempo, como director orgulloso de su equipo, de su claustro. Nunca antes había tenido la sensación de formar parte de una farsa. Esta es la única respuesta honrada que para ellos me queda. Lástima que quizás no sea sino otro rollo que les suelto.
Y es que, ante ellos, a mí sólo me queda la palabra. No puedo incitarlos a una lucha que nos corresponde a los adultos y tampoco puedo, como profesor, responder con el silencio… ¡qué débil la palabra frente a la lección implacable de este hecho real y verdadero, ante este frío desahucio que ellos –todos ellos- contemplan con sus propios ojos!
Me queda, y ni siquiera sé si es algo, apremiar –también con palabras- a esos por quienes ellos preguntaban: a los diputados, a los jueces, a los múltiples gobiernos de esta España que aún luce la denominación de democracia. ¿O se trata ya nada más que de una especie de “denominación de origen”, de un recurso publicitario cara al mercado, de una máscara obligada… por dinero?
Los miro, y me duelen. Son los niños de la crisis. Mírenlos conmigo, señores legisladores, señores de los múltiples gobiernos. Que no sean también los niños del desengaño. Ustedes, que sí pueden, respondan con hechos a este hecho.