Estoy aprendiendo a escribir breve. Es lo que tiene colaborar en Amazings.es, que con tanto genio por ahí suelto, algo se te pega. 🙂
He escrito allí otro post (Las buenas ideas, antes fueron malas) en el que trato de contar una cosa sobre la ciencia. Hay momentos de incertidumbre a lo largo de la historia del conocimiento. Momentos en los que no está claro qué sucede. Suelen aparecer en los inicios de alguna exploración, o cuando desarrollas algún tipo de instrumental que te da acceso a nueva información. Son momentos en los que hay diversas explicaciones posibles, que compiten entre sí. Son momentos de diversidad de ideas. Descabelladas muchas. Pero alguna es más cierta que las demás. Solamente una, eso sí.
Es un proceso muy darwiniano, creo… 🙂
Porque la mejor idea no es la que mejor explique el proceso en sí, sino la que mejor encaje con todas las demás ideas que tenemos. Gana la idea que más se adapte al contexto, que menos distorsione lo que ya sabemos.
Esto es algo que, en muchas ocasiones, no se suele tener en cuenta. No basta un descubrimiento científico que contradiga algo que se supone cierto para tirar abajo todo el edificio de la ciencia. Por dos razones. Una, porque se necesita una anomalía persistente, insatisfactoria, resistente a todas las explicaciones científicas que tratan de abordarla. La otra, porque los resultados suelen ser interpretables en la mayoría de los casos. Bajo la luz de la estadística y de las demás ideas que tenemos acerca de cómo es el mundo. Por tanto, hay que ir abandonando ese mito de que los experimentos dan conclusiones inequívocas.
Por eso tardan tanto algunas ideas de apariencia descabellada en imponerse (y así debe ser; lo descabellado, en la mayoría de los casos, suele terminar siendo eso, descabellado). Porque tensionan tanto el estado actual del saber que es necesario tiempo para avanzar, descubrir nuevas ideas, nuevos fenómenos. Y en muy diversos campos. Eso no sucede sino hasta después de mucho tiempo de muy duro trabajo.
En el post de Amazings.es te cuento el caso de los antecedentes de la Tectónica de Placas. Que, sorprendentemente (o no tanto) se remontan al siglo XVII. Y el instrumento precursor de todo aquel descubrimiento fueron el sextante y los relojes marinos de precisión, que permitieron elaborar buenos mapas y dejar volar la imaginación de gente como Antonio Snider. Pero se necesitó el duro trabajo de mucha gente durante dos siglos para llegar al estado de conocimiento que tenemos hoy.