¿El filósofo terminará siendo biólogo?

Al pensar sobre el pensamiento, el filósofo ha estado, tradicionalmente, en un campo reservado. La mente humana no es accesible directamente para el observador.

No lo era.

Y ese cambio convierte al filósofo en biólogo. Lo cual, para los biólogos, es un honor.

Un ejemplo es el dilema entre qué genera la ética: la razón (como decía Kant) o la emoción (como decía Hume). Hoy examinamos el problema con herramientas matemáticas de la teoría de juegos, ideas de la biología evolutiva y dispositivos de neurobiología, como resonancias magnéticas y tomografías. Y lo que revelan es que el sentido de la moral podría tener una correspondiencia anatómica y fisiológica. Un complejo eje o circuito neuronal para lo que está bien y lo que está mal. Con el que nacemos, y que, posteriormente, aprendemos a utilizar. Que guía gran parte de nuestra vida. Que nos permite crear una categoría nueva, lo que está mal. Distinta de lo que no nos gusta, de lo que nos desagrada, de lo arriesgado, de lo imprudente, de lo que nos da miedo. Lo que está mal es algo muy específico.

Lo que está mal es tan específico que tiende a ser universal. El asesinato, la violencia, tienden a ser rechazados. Evidentemente hay excepciones. Pero sí que existe una clara tendencia. Igual que existe una clara tendencia hacia sentir que debe existir un castigo para lo inmoral.

Y este circuito requiere un aprendizaje. Es fácil observar como los mismos comportamientos (no fumar, ser vegetariano) se pueden tener por razones distintas (salud, prudencia o ética) y genera comportamientos divergentes (los que adoptan una forma de hacer, por razones de salud o de prudencia, suelen ser más tolerantes con los que no lo adoptan que aquellos que lo hacen por motivos éticos). Eso explicaría la beligerancia ante cuestiones como la homosexualidad, la eutanasia, el aborto, el consumo de drogas, el divorcio, las madres solteras, las mujeres trabajadoras, la desnudez pública, etc. Hay personas en las que estos temas serían tratadas por circuitos neuronales distintos de aquellos implicados en el sentido de la moral. Los verían aceptables aunque les puedan desagradar personalmente. Por ese tipo de razones se puede creer que campos como la economía (que le pone un precio a todo), la ciencia (que pretende explicar en vez de juzgar), la filosofía (que cuestiona el pensamiento), o la comunicación (promueve formas diferentes de valorar) erosionan los valores morales de una comunidad.

Esto, por cierto, debería alertarnos de usar la moral como táctica. Dado que la percepción de amoralidad conlleva sensación de merecido castigo, debería reservarse para cuestiones muy ampliamente aceptadas, con prudencia, y no emplearse para agitar masas. La acción opuesta también es peligrosa, puesto que amoralizar un comportamiento, excluirlo del campo del juicio moral, hace desaparecer la sensación de injusticia o castigo que podría ser conveniente que implicara.

Volviendo al tema. Se ha sugerido (Joshua Greene) que el sentido de la moralidad habría evolucionado para no dañar a inocentes. De ese modo se habría logrado optimizar el número de supervivientes en situaciones de dilema, muy frecuentes en el entorno original de nuestros antecesores.

En tales dilemas, que implicarían provocar daño grave a inocentes con los que nos podemos sentir identificados, se encienden tres áreas cerebrales: una relacionada con las emociones que sentimos hacia otras personas (parte medial del lóbulo frontal); otra implicada en el razonamiento y el cálculo (superficie dorsolateral de los lóbulos frontales); y una tercera, situada en una región muy antigua del cerebro, encargada de la resolución de conflictos entre impulsos contradictorios emitidos por zonas cerebrales distintas (córtex cingulado anterior). Así, si pudiéramos salvar a cinco personas matando a otra que pasaba por allí, activaríamos ese tipo de regiones.

En dilemas del mismo tipo, pero en los que no nos sentimos especialmente vinculados hacia la posible víctima, en los que es evidente que se pretende minimizar el daño, sólo se activaría el área ligada al razonamiento, al cálculo. Ocurriría si pudiéramos salvar a cinco de seis.

Y, curiosamente, los dos dilemas son moralmente equivalentes. Sin embargo, el cerebro no los percibe así. Salvo que tengamos dañada la región emocional. En pacientes que así ocurre, sometidos a este test, sus cerebros sólo activan el cálculo. No hay conflicto.

Este sentido moral podría ser algo congénito. Y parece desarrollarse pronto. Niños de cuatro años distinguen entre convención y principio moral (rechazan por igual ir en pijama a clase y pegar sin razón a una compañera; pero ven aceptable lo primero si lo permite el profesor y siguen rechazando lo segundo aunque lo permita el profesor). Todavía no se han encontrado genes implicados, pero hay pistas de que existen a partir de estudios de gemelos. Y está muy claro (Antonio Damasio) que niños que sufren serveros daños en las regiones mediales de los lóbulos frontales se desarrollan como adultos sociópatas. Y, aún más, en chimpancés parece existir un sentido de la justicia, como avala la experimentación.

El sentido moral tiene un claro papel adaptativo en algunos de los ámbitos en los que se aplica de manera natural. Hay toda una serie de objetivos que podría cubrir.

  • Evitar daños a aquellos con los que empatizamos (para estrechar los lazos de grupo).
  • Mantener el respeto a la autoridad (algo evidente en colectivos jerarquizados).
  • Limitar la transmisión de enfermedades al no consumir determinados alimentos, reducir el contacto de fluidos corporales vectores de microorganismos, o limitar la consaguinidad esquivando el incesto.
  • Garantizar el altruismo mutuo contrapesándolo con el castigo si hay trampas, complementándolo con el sentimiento de culpabilidad para minimizar el posible castigo y no volver a recibirlo.

Por razones como las vistas, el circuito neuronal del sentido moral estaría conectado con las sensaciones de altruismo y empatía, mediante reversos: gratitud por el bien recibido en vez de castigo por el mal hecho, empatía al evitar daños a terceros en vez de exclusión y castigo si es promovido o aceptado tal daño.

En cualquiera de sus dos versiones, la de malo-castigo o la de bueno-colaboración, este tipo de actividades neuronales contribuyen a la supervivencia en un entorno de recursos dispersos y vida en grupo.

Aunque los mecanismos básicos subyacentes sean comunes, el aprendizaje, la adaptación al contexto, daría toda la variedad de sentidos de la moral que observamos hoy. Sólo así podríamos comprender que una maestra británica en un país islámico, que permite que le pongan a una mascota de peluche el nombre del alumno más popular de la clase, que coincide con el del profeta, pueda ser castigada y su castigo ampliamente aceptado por la población. O que en una empresa se acepte a un perfecto desconocido con un buen currículum en vez de a un familiar o a un amigo de un amigo (algo sólo comprensible en sociedades occidentales, pero que deja con la boca abierta al resto del mundo). Otra posibilidad para lograr diversidad y adaptación al contexto es dar más relevancia a unos aspectos del sentido de la moral sobre otros (defensa de los inocentes sobre castigo, p.ej; o viceversa).

El que nuestro sentido del bien y del mal no resida en el alma, o tenga un correlato anatómico y fisiológico, no lo hace menos real. Lo hace más real. Y sometido a la prueba de la evolución lo hace más sólido. Un sentido de la moral que nos lleva a no querer hacer daño a inocentes es una gran adquisición que puede ser potenciada si se conoce más. También nos ayuda a comprender qué es nuestra libertad. Elegir a qué situaciones adaptar los mecanismos neuronales con los que nacemos dotados. Saber más nos puede llevar a elegir mejor.

El que esto pueda ser manipulado es un riesgo. Como todo. Es cierto que en malas manos puede ser un arma. Como todo. Pero conocerlo menos también lo es. Y, de todos modos, es fácil asistir a manipulaciones colectivas con resultados monstruosos (la historia hierve de ejemplos, incluida la reciente). Se han producido sin contar con este conocimiento. Saber cómo funciona la moral, en qué neuronas reside, no va a hacer que nuestra vida sea peor.

Pero saber más puede reducir la capacidad de hacer daño de ese arma.Conocer las razones del sentido de la moral les quita el carácter de caprichosas o temporales. Han sido seleccionadas en un proceso de millones de años. No pueden serlo.

Y podemos mejorarlas. Debemos mejorarlas. Porque nacieron en otro contexto. Y hay que adaptarlas al actual, muy distinto, para evitar disfunciones. Una herramienta apta para la sabana africana que también lo puede ser en el entorno urbano. Aunque no sin retoques. Y para ese nuevo reto necesitaremos a los filósofos. Y a los matemáticos (con su teoría de juegos que describe relaciones, como los de juego de suma no cero, en los que todos pueden ganar). Y, por supuesto, biólogos que sigan rebuscando entre las neuronas.

Conocernos para ser mejores. Porque así lo queremos. Porque así lo elegimos.

Me gusta la cita de Anton Chejov con la que finaliza Steven Pinker su magnífico (y largo) artículo en el New York Times.

«El ser humano mejora cuando le muestras lo que es».

Es un acto de confianza en nosotros mismos.

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5 respuestas a «¿El filósofo terminará siendo biólogo?»

  1. Eugenio Manuel

    Gran artículo. De verdad.

    La elección es el fruto del avance. Si no tuviésemos la capacidad de elegir aún seguiríamos siendo nómadas que buscan el mismo alimento que llevarse a la boca. El ser humano tiene la capacidad de elegir y eso le hace conocerse a sí mismo. Eso le hace (debería) ser «mejor», en el sentido social de la palabra.

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  2. Alfredo Moreno Vozmediano

    A ver si esta reflexión va bien encaminada:

    El sentido moral nos ayudó a sobrevivir en el pasado, al fortalecer nuestra cohesión grupal cuando éramos físicamente más débiles que otras especies en competencia. Pero esa misma cohesión nos vuelve recelosos hacia otros grupos, aunque sean humanos, y estaría en la base de nuestro temor hacia «el diferente».

    Y así, lo que antes eran peleas a palos por el territorio o la comida entre dos tribus vecinas, ahora son guerras económicas o de religión supertecnificadas entre naciones que pueden conducirnos a la extinción o, como mínimo, acabar con millones de vidas. Es decir, que un mecanismo cerebral que fue evolutivamente útil hasta antes de ayer, puede acabar con nosotros si no aprendemos a controlarlo. La selección natural también será implacable con nosotros, ¿no?

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  3. José Luis Castillo

    Para Alfredo:

    Sí!!! Hemos cambiado de entorno y lo que valía para entonces puede no valer para ahora. Conocernos mejor es la manera de esquivar el desastre. No está mal hasta dónde hemos llegado con un cerebro diseñado básicamente para la sabana africana, pero no hay que confiarse. Ir descubriendo los circuitos neuronales va siendo necesario, Tanto más cuanta más potencia de fuego tengamos.

    Un ejemplo de que vamos mal es pensar mal de las marmotas. 😉 Aquí lo cuenta bien.

    http://blogs.publico.es/ciencias/126/mama-sabe-lo-que-hace/

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  4. José Luis Castillo

    Para Eugenio Manuel:

    Sí. Elegir es la meta. Y el sentido de la moral puede bloquear nuestra capacidad de elegir. ¿Te imaginas perderla? Pues es lo que ha pasado en casos recientes en la sociedad española. No digo que me gusten las sedaciones o los abortos. Digo que respeto lo que cada cual elija. Eso es lo que no he visto últimamente. Respeto a elegir.

    Pero sí, la palabra es la que tú dices. Elegir.

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  5. Eugenio Manuel

    Y con tu último comentario me queda algo más claro: el problema de la libre elección es el no saber elegir. No todas las posibilidades son iguales de coherentes. Se podría decir que entonces no es elegir, y discrepo de ello. Si de 100 posibles caminos 5 te llevan a un precipicio tenemos que descartarlos.

    Elegir, pero sabiendo hacerlo.

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