El método científico está bien. Nos sirve para visitar la creencia, conforme descubrimos cómo hacerlo, y convertirla en ciencia (es decir, aceptar la creencia como válida universalmente), o descartarla a falta de más evidencias. Pero el método científico tiene un talón de Aquiles: qué investigar. En teoría, eso es libre. Pero la realidad dice que no, que no lo es.
Los científicos, tradicionalmente, a través del mecanismo de revisión por pares para la publicación de sus investigaciones, se han escuchado a sí mismos. O eso creen. Porque realmente escuchan a los ricos, que son los que ponen el dinero para la investigación (o influye en quien lo pone) y poseen las editoriales que publican las revistas científicas. Los científicos han sido, hasta ahora, o engañados, o cómplices.
Poco a poco los científicos se han abierto. Por necesidad más que por gusto. Han descubierto la necesidad de hablar con la ciudadanía para explicar lo que hacen y por qué es valioso. Y también para reclutar a más científicos con los que formar equipos más potentes que puedan recabar más financiación. Pero sigue habiendo un 50% de ellos que opinan que su saber es demasiado elevado para el común de los mortales, y que no tienen tiempo para esas cosas.
Y así, poco a poco, se va acercando otro momento de la historia. Con la ciencia ciudadana. En el que los científicos no solo investigan. O no solo investigan y cuentan. Sino que también escuchan. Cada vez hay más ejemplos de equipos investigadores que hablan con la gente, se plantean lo que ella pregunta, colaboran para recabar información, llegan a conclusiones percibidas como directamente útiles para comunidades enteras.
Quizá la brecha que existe entre ciudadanía y ciencia, muy manifiesta en la educación, se deba a un pecado original de la ciencia. Su servidumbre, consciente o inconsciente, generalizada aunque con excepciones, hacia los ricos y poderosos.
Hasta ahora. Espero…